domingo, 26 de marzo de 2017

Hoy, mi cuento "La quimera"

LA QUIMERA

Guillermo Echeverría

 
El sótano tenía un aroma levemente acre. Era un espacio vacío, poco aprovechado. En un costado, una pila de barricas de jerez que todavía tenían bebida en su interior.
  Recorriéndolo, descubrí una baldosa con una cerradura; miré a mí alrededor para ver si encontraba la llave y la hallé escondida entre dos de las barricas. Haciendo fuerza vencí a la herrumbre y abrí la cerradura; la baldosa hacía las veces de puerta hacia otro sitio más profundo. Iluminé con una linterna, pero no se veía el final de la escalera, así que decidí bajar. Mientras descendía resbalé varias veces; una fungosidad blanca fosforescente cubría los escalones tallados en la piedra y parte de las paredes. Cuando legué al final, me encontraba en un amplio espacio desde el cual se abrían seis túneles. Elegí uno y me aventuré por él.
   Las catacumbas olían a humedad. 
  Mientras caminaba, los ladrillos que revestían el pasillo eran tan resbaladizos como la escalera. A éstos los cubría una especie de leche viscosa y amarillenta, mientras que las paredes chorreaban un moho verdoso.
  Cualquier ruido era amplificado varias veces por el eco. 
  A lo lejos, se sentía el correr de un río subterráneo.
  Llegué a una pequeña estancia.
  Allí estaba.
  La bolsa amniótica colgaba de la pared. Un hongo rojo brillante unía la bolsa a los viejos ladrillos. Algo latía en su interior.
  Durante varios días retorné para observarla y tomar notas. Cada jornada permanecía allí más tiempo que la anterior.
  Poco a poco la bolsa fue agrandándose y perdiendo su color rosado hasta hacerse casi transparente. 
  Cuando la transparencia era ya prácticamente total, dejó ver lo que crecía en su interior: dos piernas con la articulación hacia atrás, dos pequeños espolones que apenas asomaban en los tobillos, una cola que crecía desde el final de la espalda y dos alas apenas membranosas.
   El crecimiento se fue acelerando con el transcurrir de los días. La bolsa, con el paso de las semanas, ya tocaba el piso.
   Todas las partes de aquel cuerpo fueron definiéndose.
  Finalmente la bolsa se desprendió y el hongo se deshizo en pedazos. Hasta aquel momento no me había percatado de que el hongo se había marchitado hasta ponerse negro.
  Luego de dos días, los rasgos ya estaban perfectamente claros: ojos rasgados, nariz con un leve respingo en la punta, labios gruesos, orejas casi inexistentes. No había cabello en su cabeza y poseía branquias a los costados del tronco.
  El color rojo de su piel era deslumbrante.
  Ya faltaba poco, el saco estaba secándose sobre ella.
  Al día siguiente abrió su boca y comenzó a respirar. Extendió sus pies y brazos para romper la bolsa, que se quebró en pedazos.
  Al salir, apoyó sus rodillas y sus manos palmeadas en el piso, y vomitó un líquido negro.
  Una línea espesa de pelo marrón salía de su nuca, atravesaba su espalda por el medio de sus alas, y se perdía en su entrepierna.
  Su cola se balanceaba rítmicamente.
  Abrió sus ojos y miró a su alrededor.
  Extrañamente era muy bella, a pesar de su rareza.
  De a poco se paró sobre sus patas, tambaleándose un poco hasta estabilizarse. 
  Me observó largo rato. Miró con atención todo lo que la rodeaba. Entreabrió su boca, surgió de su interior una lengua bífida color bordeaux, y la agitó varias veces.
  Ahora que estaba de frente hacia mí, observé que la línea de pelo marrón surgía de su entrepierna, atravesaba su vientre, pasaba por entre sus pequeños senos y terminaba en su cuello. También poseía vello en las axilas.
  Súbitamente caminó por el lugar.
  Olió.
  Observó.
  Desperezó sus alas, las extendió, y las volvió a cerrar.
  Me miró a los ojos y pronunció un extraño sonido: zsatshig´kur. Vio que no causaba ningún efecto en mí y volvió a repetirlo: zsatshig´kur. Su voz era cavernosa y grave.
  Su gesto pasó de la confusión al enojo. Inesperadamente abrió sus majestuosas alas de membranas rojas y negras, miro hacia arriba, y una ráfaga de fuego salió de su boca iluminando todo el lugar y quemando los hongos que teñían el techo.
   Volvió a mirarme y comenzó a correr por un estrecho pasillo que se abría a un costado de la cámara. Traté de seguirla, pero era demasiado rápida.
   La perdí.
  Tratando de recuperar mi aliento intenté girar sobre mis pasos, y fue entonces que descubrí dónde estaba. 
  Aquel era un espacio grandísimo, alto, abovedado, repleto de bolsas amnióticas que colgaban de las paredes. El terror me invadió y caí de rodillas al piso.
  Una invasión estaba por comenzar.


Guillermo Echeverría




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