jueves, 30 de marzo de 2017

Mañana viernes 31 de Marzo, se cumplen 8 años del fallecimiento de Raúl Alfonsín


  Para muchos, yo incluido, El Padre de la Democracia; porque era el único de los candidatos que podía llevar adelante la transición y establecer un corte histórico definitivo con respecto a los años anteriores de inestabilidad constitucional.
  Atacado por las corporaciones de todo tipo, no solo las económicas, y por quienes no entendían muy bien de qué iba la cosa y qué era lo que estaba en juego, pudo, a pesar del golpe económico de 1989, entregar la presidencia a otro presidente elegido por el pueblo.
  Para los que iniciamos nuestra militancia en la escuela secundaria y después pasamos a hacerlo en la universidad, escuchándolo, leyéndolo y aprendiendo, va a ser muy difícil encontrar a alguien que pueda llegar a su altura conceptual y de análisis de las cuestiones políticas. Sobre todo viendo la pobreza intelectual y cultural de muchos dirigentes. Era un placer escucharlo durante aproximadamente un hora hablando de cuestiones políticas, tanto nacionales como internacionales, y es sumamente pedagógico leerlo.
  Nos propuso una idea de país a futuro, más allá de las cuestiones coyunturales, lo cual en un país habituado al cortoplacismo, tuvo como consecuencia que a mucha gente no le interesara.
  Muchos nos sentimos huérfanos políticos desde hace 8 años, pero con las convicciones y los conceptos intactos, y con la idea de país que nos propuso bien clara, y con la esperanza de que alguna vez se pueda realizar.

  Gracias Raúl


Su gesto característico en la campaña de 1983


Del Congreso a la Casa Rosada el 10 de Diciembre


Recibiendo la banda presidencial

Recibiendo el bastón presidencial
Ernesto Sábato entregando el informe de la CONADEP


Con Juán Pablo II


José Sarney, Alfonsín y Julio María Sanguinetti en el inicio del Mercosur
Alfonsín con el rector normalizador de la Universidad de Buenos Aires


Alfonsín silvado en la Sociedad Rural, cuyo presidente mira y no hace nada
Otro de sus gestos como orador
En su departamento de Capital Federal
Alfonsín en un homenaje


domingo, 26 de marzo de 2017

Hoy, mi cuento "La quimera"

LA QUIMERA

Guillermo Echeverría

 
El sótano tenía un aroma levemente acre. Era un espacio vacío, poco aprovechado. En un costado, una pila de barricas de jerez que todavía tenían bebida en su interior.
  Recorriéndolo, descubrí una baldosa con una cerradura; miré a mí alrededor para ver si encontraba la llave y la hallé escondida entre dos de las barricas. Haciendo fuerza vencí a la herrumbre y abrí la cerradura; la baldosa hacía las veces de puerta hacia otro sitio más profundo. Iluminé con una linterna, pero no se veía el final de la escalera, así que decidí bajar. Mientras descendía resbalé varias veces; una fungosidad blanca fosforescente cubría los escalones tallados en la piedra y parte de las paredes. Cuando legué al final, me encontraba en un amplio espacio desde el cual se abrían seis túneles. Elegí uno y me aventuré por él.
   Las catacumbas olían a humedad. 
  Mientras caminaba, los ladrillos que revestían el pasillo eran tan resbaladizos como la escalera. A éstos los cubría una especie de leche viscosa y amarillenta, mientras que las paredes chorreaban un moho verdoso.
  Cualquier ruido era amplificado varias veces por el eco. 
  A lo lejos, se sentía el correr de un río subterráneo.
  Llegué a una pequeña estancia.
  Allí estaba.
  La bolsa amniótica colgaba de la pared. Un hongo rojo brillante unía la bolsa a los viejos ladrillos. Algo latía en su interior.
  Durante varios días retorné para observarla y tomar notas. Cada jornada permanecía allí más tiempo que la anterior.
  Poco a poco la bolsa fue agrandándose y perdiendo su color rosado hasta hacerse casi transparente. 
  Cuando la transparencia era ya prácticamente total, dejó ver lo que crecía en su interior: dos piernas con la articulación hacia atrás, dos pequeños espolones que apenas asomaban en los tobillos, una cola que crecía desde el final de la espalda y dos alas apenas membranosas.
   El crecimiento se fue acelerando con el transcurrir de los días. La bolsa, con el paso de las semanas, ya tocaba el piso.
   Todas las partes de aquel cuerpo fueron definiéndose.
  Finalmente la bolsa se desprendió y el hongo se deshizo en pedazos. Hasta aquel momento no me había percatado de que el hongo se había marchitado hasta ponerse negro.
  Luego de dos días, los rasgos ya estaban perfectamente claros: ojos rasgados, nariz con un leve respingo en la punta, labios gruesos, orejas casi inexistentes. No había cabello en su cabeza y poseía branquias a los costados del tronco.
  El color rojo de su piel era deslumbrante.
  Ya faltaba poco, el saco estaba secándose sobre ella.
  Al día siguiente abrió su boca y comenzó a respirar. Extendió sus pies y brazos para romper la bolsa, que se quebró en pedazos.
  Al salir, apoyó sus rodillas y sus manos palmeadas en el piso, y vomitó un líquido negro.
  Una línea espesa de pelo marrón salía de su nuca, atravesaba su espalda por el medio de sus alas, y se perdía en su entrepierna.
  Su cola se balanceaba rítmicamente.
  Abrió sus ojos y miró a su alrededor.
  Extrañamente era muy bella, a pesar de su rareza.
  De a poco se paró sobre sus patas, tambaleándose un poco hasta estabilizarse. 
  Me observó largo rato. Miró con atención todo lo que la rodeaba. Entreabrió su boca, surgió de su interior una lengua bífida color bordeaux, y la agitó varias veces.
  Ahora que estaba de frente hacia mí, observé que la línea de pelo marrón surgía de su entrepierna, atravesaba su vientre, pasaba por entre sus pequeños senos y terminaba en su cuello. También poseía vello en las axilas.
  Súbitamente caminó por el lugar.
  Olió.
  Observó.
  Desperezó sus alas, las extendió, y las volvió a cerrar.
  Me miró a los ojos y pronunció un extraño sonido: zsatshig´kur. Vio que no causaba ningún efecto en mí y volvió a repetirlo: zsatshig´kur. Su voz era cavernosa y grave.
  Su gesto pasó de la confusión al enojo. Inesperadamente abrió sus majestuosas alas de membranas rojas y negras, miro hacia arriba, y una ráfaga de fuego salió de su boca iluminando todo el lugar y quemando los hongos que teñían el techo.
   Volvió a mirarme y comenzó a correr por un estrecho pasillo que se abría a un costado de la cámara. Traté de seguirla, pero era demasiado rápida.
   La perdí.
  Tratando de recuperar mi aliento intenté girar sobre mis pasos, y fue entonces que descubrí dónde estaba. 
  Aquel era un espacio grandísimo, alto, abovedado, repleto de bolsas amnióticas que colgaban de las paredes. El terror me invadió y caí de rodillas al piso.
  Una invasión estaba por comenzar.


Guillermo Echeverría




domingo, 19 de marzo de 2017

La casa vasca o “etxe” (Parte II)


Centro vasco Laurak Bat ejemplo de arquitectura tradicional vasca en la ciudad de Buenos Aires

La casa vasca o "etxe" fue, antes de la llegada del cristianismo, también cementerio; y luego de la llegada de éste, poseía las tumbas de sus antiguos moradores junto o dentro de la Iglesia (en un sitio que les era propio, una extensión de la casa dentro del templo), en cuyo caso las losas que las cubrían, llamadas "Yarleku", poseían inscripciones donde se mencionaba la casa a la que pertenecía el difunto. También quedaron algunos vestigios pre-cristianos tales como enterrar a los bebés no bautizados a un costado del huerto familiar o bajo el alero, y enterrar a las personas con conductas "no cristianas" también debajo del alero.

Yarlekus en la Parroquia de San Bartolomé de Amezketa

Las velas, suelen dejarse como ofrendas, para iluminar a los muertos en su vida subterránea; y la comida, para que se alimenten las almas.
Solía estar prohibido dar tres vueltas seguidas alrededor de la casa, porque que lo estaba respecto del cementerio y de la Iglesia.
Las Argizaiolas son tallas en madera en donde se enroscan velas y se dejan prendidas como tributo, costumbre que aún hoy persiste en algunos lugares.

Argizaiola
Argizaiola
Argizaiola moderna

La estrecha relación de la etxe, la iglesia y el cementerio, estaba dado por el carácter sagrado del camino que los unía, llamado elizbide, ilbide, andabide y de otros modos, de acuerdo al pueblo. Cada casa tenía el suyo, que podía coincidir total o parcialmente con los de otras casas. Por él se conducían los muertos de la casa al cementerio, en él se quemaba el jergón donde había fallecido la persona mientras las exequias se llevaban acabo en la Iglesia, y en él se hacía el fuego ritual alrededor del cual se rezaba una vez hecho el entierro.

Centro vasco de Mar del Plata, otro ejemplo de arquitectura vasca en la Argentina

La casa tradicional vasca es una institución de carácter económico, social y religioso; con una familia que es su moradora actual pero que se halla en comunión con los antepasados. De este modo es portadora de una tradición que la trasciende y posee funciones religiosas irrenunciables. Todo esto ha hecho que las casas gozaran de protección legal en los fueros o leyes vascas civiles: la casa era inviolable, gozaba de derecho de asilo y era transmitida íntegra e indivisa dentro de la familia (tanto si el heredero era varón o mujer); siendo recinto sagrado y lugar de morada de vivos y muertos. Todas las casas se hallaban en pie de igualdad, eran igualmente inviolables e igualmente respetables sus moradores, quienes ejercían como representantes temporales de las instituciones que la casa representaba, estando por lo tanto investidos de iguales derechos y deberes en todas ellas.
El derecho de asilo, que estaba reservado a los templos, era reconocido a las casas vascas. Por ejemplo ningún bizkaino podía ser preso por deuda que no proviniera de delito, ni ejecutada la casa-morada, armas, ni caballos. Ningún ejecutor podía acercarse hasta cuatro brazas de distancia contra la voluntad de su dueño, salvo con escribano y sin arma, y sólo para inventariar los bienes ejecutables.

Espero que les hayan parecido interesantes estas notas sobre la relación entre lo temporal y lo eterno, lo sagrado y lo profano, la vida y la muerte, lo individual y lo social, representado todo por ese nudo simbólico que es la etxe.



domingo, 5 de marzo de 2017

Una crónica de Buenos Aires.


Obelisco

Avenida Belgrano y Pasco.
La iglesia de Santa Rosa de Lima se muestra imponente y en sombras. Es plena noche.
Vamos caminando por Belgrano. Cada tanto pasa algún que otro auto y algún que otro taxi con la banderita de libre encendida.
Silencio, quietud.

Iglesia Santa Rosa de Lima

Ciertas mueblerías dejan apenas visibles sus vidrieras, con tenues luces que emiten alguna lámpara o velador prendido, para dejar entrever sus diseños; otras están totalmente iluminadas, sin esconder nada. Y otras, en total oscuridad.
Un hombre viene caminando en dirección nuestra, pero decide cruzar de vereda a mitad de la cuadra. Se debe haber asustado al ver a dos personas caminando hacia él.
Nosotros seguimos por nuestro camino, caminando despacio, tomados del brazo, disfrutando del leve viento que sopla y nos refresca la cara; es pleno invierno, pero estamos bien abrigados. Tres cuadras antes de llegar a la Avenida Entre Ríos encontramos a una persona durmiendo, pegada a una vidriera, sobre un viejo y roto colchón, y tapada con una gruesa manta. Ojalá esté bien.
El Disco de Belgrano y Entre Ríos ya está con todas sus luces prendidas, preparándose para recibir la mercadería, mientras hombres y mujeres limpian los pisos.
El Ebro, lugar donde pensábamos parar, está cerrado; así que doblamos por Entre Ríos, buscando un café abierto donde calentar el cuerpo.

Avenida Entre Ríos

Ya se notan algunos autos más y algún que otro colectivo con gente sentada (todavía poca, en comparación con la que llevan durante el día).
Solo vemos abiertos los maxikioskos; con sus empleados aburridos que ven la televisión, o que mientras acomodan productos en alguna heladera, miran cada tanto a la calle para ver cómo está todo. Si tienen que atender a un cliente lo observan con cara escrutadora, y le alcanzan el pedido a través de las rejas.
La farmacia  que está en la esquina de Alsina y Entre Ríos también está abierta; y el viejo Comité Nacional, que está a la vuelta, tiene las persianas bajas. Recuerdo la primera vez que entré, fue en 1981 para el velatorio de El Chino Balbín.
Cada tanto nos cruzamos con alguien tan abrigado como nosotros, que nos mira de reojo.
Y así llegamos a la esquina del Congreso, lugar de recuerdos importantes: la alegría por la asunción de Alfonsín, la tristeza por su velatorio veintiséis años después, la rebelión carapintada... Horas difíciles, los recuerdos me vienen a la mente como una catarata: el Jueves Santo, después de ir a comprar el pescado al ex mercado Spineto, me fui para el Congreso y me sumé a la columna de la Franja que venía del Comité Capital por la Avenida Callao, a la altura de Bartolomé Mitre.

Congreso Nacional

El bar de la esquina de Hipólito Yrigoyen también está cerrado, así que tenemos dos opciones: ir hasta el Iberia, por Avenida de Mayo, o seguir por Callao. Nos decidimos por la segunda.
Sobre Rivadavia hay abierto un local Nac and Pop, pero no es lo que buscamos.
Qué lástima da el viejo edificio de la confitería El Molino, por años lugar de reunión de artistas y políticos de todos los partidos, ahora abandonado y deteriorándose.
Al pasar por la Casa de la Provincia de Buenos Aires quedamos encerrados entre los edificios y las vallas policiales que están sobre el cordón de la vereda. Parece la escena de una película post-apocalíptica: paredes con afiches a medio despegar, una barricada, sin autos, sin gente, papeles en el piso movidos por el viento. Nos hizo acordar a “Soy Leyenda”.
En la cuadra siguiente, un viejito está abriendo su puesto de diarios. Seguro está por llegar el distribuidor. Nos paramos a mirar y aprovechamos a comprarle una revista. Salió una nota interesante sobre Euskadi (el que la redactó entendió bien qué es el País Vasco, una buena mezcla de tradiciones y modernidad), y un reportaje a Julieta Ortega (mina linda e inteligente, la combinación perfecta, como mi Tere; aunque nadie es más linda e inteligente que mi Tere). Al principio el hombre se asustó, nunca le deben haber comprado una revista a las cuatro y pico de la mañana, pero cuando vio que nuestras intenciones eran solo esas, se calmó y nos atendió muy amablemente.
Por fin llegamos a La Academia. Ya tiene  en la puerta el pizarrón con la promoción para el desayuno. Entramos y nos sentamos en la fila de mesas del medio. Está calentito. Yo pedí un café doble, y Tere pidió una 7up. El café es excelente, fuerte, negro, acenizado.
Ya hay algunos parroquianos: pegado a una de las ventanas del frente hay un muchacho con una portátil (¿alguien que no se acostó?, ¿alguien que empieza muy temprano?).
Al lado nuestro, una pareja comiendo minutas (¿cenando tarde?, ¿desayunando?, ¿almorzando temprano? Vaya uno a saber).

Bar La Academia

Del lado de la otra ventana, tres hombres durmiendo frente a sendas tazas de café vacías; uno ya está desperezándose, los otros dos siguen durmiendo abrazados por las sillas de respaldo redondo y apoyabrazos (¿gente que no quiere dormir sola en su casa?, ¿gente sin casa?).
El café siempre es un buen refugio, un buen cómplice; como dice el tango Cafetín de Buenos Aires: “sobre esas mesas que nunca preguntan”.
Esas mesas que escuchan todo y nunca revelan lo que escucharon. Esas mesas que escucharon a radicales, a peronistas, a enamorados, a abandonados, a solitarios, a amigos, a vencidos, a vencedores, a alegres, a melancólicos, a poetas, a pintores, a escritores, a rockeros, a tangueros, a luchadores, a los que se rinden sin luchar.
El contraste con los parroquianos durmiendo, lo marcan cuatro hombres en un rincón del salón de pool, jugando alegremente a las cartas.
Los televisores prendidos, que apenas se escuchan, sólo entretienen a los mozos.
Para pasar al baño hay que cruzar el salón de billar. Es impresionante ver casi veinte mesas de billar, con sus paños verdes, listas, esperando a que alguien juegue en ellas.
Afuera ya se ven más colectivos, llevando a la gente que entra a trabajar bien temprano o llevando a sus casas a los que vuelven muy tarde, y también camiones repartidores de todo tipo. Ya son las 5.40, la ciudad empieza a desperezarse.

Interior del bar La academia

Después de 40 minutos en el bar, es hora de irnos. Antes de salir recorro los cuadros con fotos que muestran distintas décadas del país, desde los cuarentas hasta los dos mil: Perón, los militares, Alfonsín, Charly y Nito, Los Abuelos, Maradona, Olmedo, Porcel, Tato, el gordo Pichuco, Piazzola, Don Osvaldo Pugliese…
Salimos.
El cielo sigue oscuro. En la vereda de enfrente tres chicas algo entonadas paran un taxi. Seguramente salieron de una fiesta.
Nosotros hacemos lo mismo y nos vamos a casa. Hacia el Este, una leve claridad empieza a levantarse.
Qué linda es Buenos Aires de madrugada, sin embotellamientos, sin gente apurada empujándose, y sin ruido.