La
iglesia de Santa Rosa de Lima se muestra imponente y en sombras. Es plena
noche.
Vamos
caminando por Belgrano. Cada tanto pasa algún que otro auto y algún que otro taxi
con la banderita de libre encendida.
Silencio,
quietud.
Iglesia Santa Rosa de Lima |
Ciertas mueblerías dejan apenas visibles sus vidrieras, con tenues luces que emiten alguna lámpara o velador prendido, para dejar entrever sus diseños; otras están totalmente iluminadas, sin esconder nada. Y otras, en total oscuridad.
Un
hombre viene caminando en dirección nuestra, pero decide cruzar de vereda a
mitad de la cuadra. Se debe haber asustado al ver a dos personas caminando
hacia él.
Nosotros
seguimos por nuestro camino, caminando despacio, tomados del brazo, disfrutando
del leve viento que sopla y nos refresca la cara; es pleno invierno, pero estamos
bien abrigados. Tres cuadras antes de llegar a la Avenida Entre Ríos encontramos
a una persona durmiendo, pegada a una vidriera, sobre un viejo y roto colchón,
y tapada con una gruesa manta. Ojalá esté bien.
El
Disco de Belgrano y Entre Ríos ya
está con todas sus luces prendidas, preparándose para recibir la mercadería,
mientras hombres y mujeres limpian los pisos.
El
Ebro, lugar donde pensábamos parar, está
cerrado; así que doblamos por Entre Ríos, buscando un café abierto donde
calentar el cuerpo.
Ya
se notan algunos autos más y algún que otro colectivo con gente sentada (todavía
poca, en comparación con la que llevan durante el día).
Solo
vemos abiertos los maxikioskos; con sus empleados aburridos que ven la
televisión, o que mientras acomodan productos en alguna heladera, miran cada
tanto a la calle para ver cómo está todo. Si tienen que atender a un cliente lo
observan con cara escrutadora, y le alcanzan el pedido a través de las rejas.
La
farmacia que está en la esquina de
Alsina y Entre Ríos también está abierta; y el viejo Comité Nacional, que está
a la vuelta, tiene las persianas bajas. Recuerdo la primera vez que entré, fue en
1981 para el velatorio de El Chino Balbín.
Cada
tanto nos cruzamos con alguien tan abrigado como nosotros, que nos mira de
reojo.
Y
así llegamos a la esquina del Congreso, lugar de recuerdos importantes: la alegría
por la asunción de Alfonsín, la tristeza por su velatorio veintiséis años
después, la rebelión carapintada... Horas difíciles, los recuerdos me vienen a
la mente como una catarata: el Jueves Santo, después de ir a comprar el pescado
al ex mercado Spineto, me fui para el
Congreso y me sumé a la columna de la Franja que venía del Comité Capital por la
Avenida Callao, a la altura de Bartolomé Mitre.
El
bar de la esquina de Hipólito Yrigoyen también está cerrado, así que tenemos
dos opciones: ir hasta el Iberia, por
Avenida de Mayo, o seguir por Callao. Nos decidimos por la segunda.
Sobre
Rivadavia hay abierto un local Nac and
Pop, pero no es lo que buscamos.
Qué
lástima da el viejo edificio de la confitería El Molino, por años lugar de reunión de artistas y políticos de
todos los partidos, ahora abandonado y deteriorándose.
Al
pasar por la Casa de la Provincia de
Buenos Aires quedamos encerrados entre los edificios y las vallas
policiales que están sobre el cordón de la vereda. Parece la escena de una
película post-apocalíptica: paredes con afiches a medio despegar, una
barricada, sin autos, sin gente, papeles en el piso movidos por el viento. Nos
hizo acordar a “Soy Leyenda”.
En
la cuadra siguiente, un viejito está abriendo su puesto de diarios. Seguro está
por llegar el distribuidor. Nos paramos a mirar y aprovechamos a comprarle una
revista. Salió una nota interesante sobre Euskadi (el que la redactó entendió
bien qué es el País Vasco, una buena mezcla de tradiciones y modernidad), y un
reportaje a Julieta Ortega (mina linda e inteligente, la combinación perfecta,
como mi Tere; aunque nadie es más linda e inteligente que mi Tere). Al
principio el hombre se asustó, nunca le deben haber comprado una revista a las
cuatro y pico de la mañana, pero cuando vio que nuestras intenciones eran solo
esas, se calmó y nos atendió muy amablemente.
Por
fin llegamos a La Academia. Ya tiene en la puerta el pizarrón con la promoción para
el desayuno. Entramos y nos sentamos en la fila de mesas del medio. Está
calentito. Yo pedí un café doble, y Tere pidió una 7up. El café es excelente,
fuerte, negro, acenizado.
Ya
hay algunos parroquianos: pegado a una de las ventanas del frente hay un
muchacho con una portátil (¿alguien que no se acostó?, ¿alguien que empieza muy
temprano?).
Al
lado nuestro, una pareja comiendo minutas (¿cenando tarde?, ¿desayunando?,
¿almorzando temprano? Vaya uno a saber).
Del
lado de la otra ventana, tres hombres durmiendo frente a sendas tazas de café
vacías; uno ya está desperezándose, los otros dos siguen durmiendo abrazados
por las sillas de respaldo redondo y apoyabrazos (¿gente que no quiere dormir
sola en su casa?, ¿gente sin casa?).
El
café siempre es un buen refugio, un buen cómplice; como dice el tango Cafetín
de Buenos Aires: “sobre esas mesas que
nunca preguntan”.
Esas
mesas que escuchan todo y nunca revelan lo que escucharon. Esas mesas que
escucharon a radicales, a peronistas, a enamorados, a abandonados, a
solitarios, a amigos, a vencidos, a vencedores, a alegres, a melancólicos, a
poetas, a pintores, a escritores, a rockeros, a tangueros, a luchadores, a los
que se rinden sin luchar.
El
contraste con los parroquianos durmiendo, lo marcan cuatro hombres en un rincón
del salón de pool, jugando alegremente a las cartas.
Los
televisores prendidos, que apenas se escuchan, sólo entretienen a los mozos.
Para
pasar al baño hay que cruzar el salón de billar. Es impresionante ver casi
veinte mesas de billar, con sus paños verdes, listas, esperando a que alguien
juegue en ellas.
Afuera
ya se ven más colectivos, llevando a la gente que entra a trabajar bien
temprano o llevando a sus casas a los que vuelven muy tarde, y también camiones
repartidores de todo tipo. Ya son las 5.40, la ciudad empieza a desperezarse.
Después de 40 minutos en el bar, es hora de irnos. Antes de salir recorro los cuadros con fotos que muestran distintas décadas del país, desde los cuarentas hasta los dos mil: Perón, los militares, Alfonsín, Charly y Nito, Los Abuelos, Maradona, Olmedo, Porcel, Tato, el gordo Pichuco, Piazzola, Don Osvaldo Pugliese…
Interior del bar La academia |
Después de 40 minutos en el bar, es hora de irnos. Antes de salir recorro los cuadros con fotos que muestran distintas décadas del país, desde los cuarentas hasta los dos mil: Perón, los militares, Alfonsín, Charly y Nito, Los Abuelos, Maradona, Olmedo, Porcel, Tato, el gordo Pichuco, Piazzola, Don Osvaldo Pugliese…
Salimos.
El
cielo sigue oscuro. En la vereda de enfrente tres chicas algo entonadas paran
un taxi. Seguramente salieron de una fiesta.
Nosotros
hacemos lo mismo y nos vamos a casa. Hacia el Este, una leve claridad empieza a
levantarse.
Qué
linda es Buenos Aires de madrugada, sin embotellamientos, sin gente apurada
empujándose, y sin ruido.
Fue una noche extraña y hermosa. Perfecta. Y un amanecer aún mejor. Te amo. Tere
ResponderEliminarSi, fue una noche extraña, pero hermosa.
EliminarTe amo mucho.
Guille
Bella crónica. Gracias por compartir bellos momentos
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